lunes, 28 de abril de 2008

El Capitalismo También Anda en Taxi


Este sábado durante una de esas silenciosas horas de la madrugada, y mientras regresaba a mi casa, fui confesor de otra víctima de las injusticias de este país. El taxista que me traía me dijo que hasta el momento la noche no había sido muy buena para él: todavía le faltaba dinero para liquidar, para llenar el tanque de la gasolina, y ganar lo que le iba a quedar a su bolsillo. Le pregunté cuánto tenía que entregar al dueño del taxi después de cada turno de trabajo, y me respondió que 67.000 pesos; además de eso tiene que entregar el taxi tanqueado. Yo no esperaba que soltara una cifra tan elevada, y cuando lo hizo se me escapó el sueño que había venido aumentando con el mismo ritmo del taxímetro. “67.000 pesos no son fáciles de conseguir –afirmaba él-, a duras penas me quedarán 20.000 para mí cada noche”.



Es insólito que una persona que trabaja más de 8 horas, entre la noche y la madrugada, se gane sólo un poco más del salario mínimo, si le va “bien”. Me irrita la imagen del sujeto al que este taxista le tiene que liquidar casi 70.000 pesos: en ese momento debía estar durmiendo en su casa o en su finca, o tal vez estaba derrochando en una rumba lo que mi fortuito conductor le producía. Por eso, y con un tono de complicidad en la indignación, le pregunté cómo eran capaces de pedirle tanto por cada jornada de trabajo; pero él –que de inmediato captó mi desconcierto- ignoró esa pregunta para darme un dato que me alarmaría aún más.



¿Sabe cuántos taxis tiene el tipo al que yo le liquido?, me contrapreguntó. Antes de ese cuestionamiento, yo imaginaba que el dueño del taxi era un hombre sencillo que había optado por invertir en un carro que le produjera, pero que eso no lo hacía un millonario. Con ingenuidad pensé que un taxi era mucho, y por eso, cuando me reveló el número de carros que tiene el propietario de ese vehículo sentí que me estaba molestando.



¿400 taxis! -exclamé asustando al silencio- ¿es en serio? Ahí sí se me hizo más indignante todo el asunto, más doloroso. ¡Cómo es que un individuo (¡uno!) puede tener 400 taxis recolectando dinero por toda la ciudad! Mi taxista del momento sonrió con tristeza: orgulloso por saber que me había aturdido con esa cifra tan escandalosa, pero consciente de lo explotado que estaba siendo. Yo me quedé un momentico en silencio, mientras los 400 taxis me golpeaban la concentración igual de rápido a una pelota de tenis de mesa cuando está a punto de dejar de rebotar. El estupor me impedía hacer cuentas, pero él las hizo por mí. “Mire, digamos que cada uno de nosotros (los taxistas empleados) le entrega 70.000 pesos; son 400 carros; siete por cuatro es 28; o sea que a este señor le entran mínimo 28 millones de pesos al día” Lo calculó rápido y sin titubeos, como si ya hubiera practicado miles de veces esa detestable multiplicación. Seguramente la hace con frecuencia cuando maneja y maneja y no consigue nada; cuando está desesperado en las malas noches, con ganas de chocar el carro y escupirle las chatarras al abusivo de su dueño. Pero no puede hacer eso, necesita el trabajo, y así su jefe sea un explotador que le cobra 67.000 pesos por dejarlo laborar, él prefiere sentarse a teclear los tres pedales del auto amarillo que echarse en un sofá de su casa a lamentarse por no conseguir un trabajo honroso.



Incluso es muy probable que no trabaje de mala gana, al fin y al cabo tiene la oportunidad de ganar su propio dinero, pero es que hay un problema de apariencias: a él no le están dando ninguna oportunidad. A él lo están utilizando para producir. No hay ninguna bondad por parte de su empleador. En su contrato no respira la intención de ofrecerle un trabajo donde pueda recibir lo que se merece, sino la obligación de recoger y entregar 67000 pesos, y únicamente después de haber cumplido con esa condición es que tiene la posibilidad -y algo de tiempo- para conseguirse lo que necesite para mantenerse estable. Es un contrato que revela con simpleza las diferencias de clase: hay un sujeto que cada día pesa 27 millones de pesos más; y hay 400 que sufren por conseguirse tan sólo 20.000. ¿Cómo se puede aceptar que una sola persona pueda aprovecharse tan groseramente del trabajo ajeno?



El taxista me decía que era consciente de la explotación y el abuso que lo hacían víctima, pero que la necesidad lo obligaba a trabajar. Ya faltaban tres cuadras para llegar a mi casa y yo apenas pude sacar una de esas frases comunes que evidencian cuándo una persona no tiene nada más para decir: “Pero bueno –comenté-, ojalá algún día ahorre lo necesario para comprarse su propio taxi.” Y él, que parecía decidido a no dejarme dormir con sus datos sorpresa, me dijo: “Hasta hace un mes tuve mi propio carro, pero las deudas y otros problemas me hicieron venderlo. Y adivine quién me compró el cupo que yo tenía: el señor para el que estoy trabajando ahora” Habiendo dicho esto frenó al frente de mi edificio, como si hubiera calculado las distancias para que la escena saliera perfecta. La conversación se rasgó abruptamente, y yo quedé con mil preguntas y exclamaciones nuevas tratando de pasar por mi lengua, pero ya era hora de pagar. Le di los billetes y me despedí.



Ahora que escribo esto él debe estar atravesando la soledad de alguna calle de Medellín. En las madrugadas del lunes no creo que le vaya muy bien, pero igual tiene que producir los 67.000. Por ahí andará abrigado y acompañado de la radio y un cigarrillo, buscando quién requiera de sus servicios, casi rogando para que ése o ésa que está parado junto a la calle sea el próximo cliente que le ayude a cumplir con las arduas exigencias de su contrato. Aunque él, entre alguno de los muchos comentarios que hizo con respecto a lo difícil de su trabajo, aseguró con una resignación lúgubre que “mientras no le pase nada al carro, ni a mí, todo está bien”.

Pero no. No todo está bien.


Se equivoca. Y él lo sabe.



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