jueves, 20 de noviembre de 2008

Poesía Original (Involuntaria)

La siguiente es la entrevista que le hice a Andrés Ramírez, un inteligente niño de 3 años. La realicé para una materia de la Universidad y ahora la publico acá con la intención de exponer un ejemplo claro de que la poesía se manifiesta en cualquier lugar, momento, o persona.
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En labios de niños, locos, sabios, cretinos,
enamorados o solitarios, brotan imágenes,
juegos de palabras, expresiones surgidas de la nada.
El arco y la lira. Octavio Paz.
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“Ven te explico dónde está el tiempo”, me dice sobre su hombro mientras camina hacia la habitación contigua. Yo me levanto de la cama y lo sigo. Lo alcanzo con un par de pasos y creo saber a qué lugar me lleva. “El tiempo está ahí adentro”, dice mirándome y señalando el reloj que da la hora en el nochero de sus padres.

Habíamos empezado a hablar del tiempo cuando le pregunté su edad. “Tengo tres años”, respondió, complementando su respuesta con tres dedos que escogió y levantó en su mano izquierda. Unos minutos después, junto al nochero, aprovechaba para mostrarme en un calendario el día en que podría levantar un dedo más: el 3 de diciembre.

Conozco a Andrés desde que nació. Ximena Saumet y Javier Ramírez –sus padres-, son amigos de mi familia desde hace varios años. Recuerdo bien el día en que Javier le propuso matrimonio a ella; o el día de la boda; también recuerdo cuando anunciaron que estaba embarazada, o cuando nació Andrés.

Desde sus primeros días, él se convirtió en el núcleo de atención de las reuniones de familia y amigos en las que yo estuve. Todos querían cargarlo, mecerlo, hacerle caras, verlo gatear… Y su presencia se sintió aún más desde que empezó a hablar. La primera palabra que dijo fue como la piedra que equilibra una montaña: al soltarla se despeñó el resto, y ahora sólo permite el silencio cuando está durmiendo.

Andrés tiene una inteligencia asombrosa. No es normal que desde los dos años un niño se sepa los números y animales en dos idiomas diferentes, o que utilice las palabras y la sintaxis que él utiliza. Por eso decidí entrevistarlo: seguramente me iba a sorprender con sus respuestas. Y lo hizo.

-¿Sabes cuál es la palabra más larga que me sé?, le pregunté.
-¿Cuál es la palabra más larga que te sabes?, se interesó él.
-Esternocleidomastoideo, le dije, y entonces me miró sorprendido, como si le hubieran confesado una intimidad. Pero superó rápido la sorpresa y me preguntó si quería saber cuál era la palabra que a él le parecía más enredada. “Claro que sí”, respondí yo, esperando que mencionara una palabra similar a la que yo había dicho. Sin embargo su respuesta me hizo explotar la risa, además de dejarme aturdido:
-“La palabra más enredada que me sé –dijo- es ‘Pepe Ganga’”


Ya habíamos hablado de Pepe Ganga al principio de la entrevista. Cuando llegué a su casa, a las siete de la noche, lo primero que hizo fue traerme su alcancía de paredes transparentes, que permiten ver todas las monedas en su interior.
-¿Qué haces con tanta plata, Andrés?, quise saber.
-“Me compro juegos en Pepe Ganga. Ya he comprado dos”, respondió animado y corrió hacia su cuarto para poner la alcancía en su lugar. Y yo me quedé en la sala.

Entrevistar a un niño no es fácil. El éxito de la conversación depende de innumerables factores que se le escapan al entrevistador. Andrés, por ejemplo, pasa de un tema a otro imprevisible y vertiginosamente; deja preguntas abiertas para ir a buscar juguetes, o responde con un lacónico ‘porque sí’ cuando ya se ha cansado de la dinámica de la pregunta-respuesta y quiere hacer otra cosa. Por eso busqué estrategias que lo mantuvieran concentrado y que lo motivaran a responder. Fue entonces cuando la grabadora cumplió un papel protagónico. Lo grabé hablando, y después se lo reproduje. La magia de ese invento lo encantó de inmediato. Entonces le dije que habláramos, o más bien, que le hablara a la grabadora, y que más tarde lo podríamos escuchar todo. Fue una estrategia efectiva.

Después de llevar la alcancía a su habitación, Andrés trajo un globo de color rosa con un poco de agua en su interior. Era parte de un experimento que estaba haciendo con sus padres.
-¿De qué se trata el experimento?-, le pregunté.
-“Primero meten la bomba en el pozo de agua, luego giran el pozo de agua y de ahí sale agua. Cuando ya el globo está lleno un poquito, no dejan que caiga más agua del pozo de agua, y verás que después la bomba no se sostiene en el aire”, respondió de un tirón, sin detenerse a respirar.
-¿Y por qué pasa eso, Andrés?
-“Porque el agua es más pesada que el aire”-, contestó a la vez que lanzaba el globo hacia arriba y lo veíamos caer pesado, negligente, como un balón. Andrés se rió satisfecho, y se puso a dar vueltas. Yo también reí. Le pregunté que si había hecho más experimentos.
-“Sí. También hicimos otro experimento –me siguió contando-: en agua sola, el huevo se va para el fondo. ¿Y sabes qué? En agua con mucha sal, el huevo queda en el medio”.
- ¿Y tú sabes por qué sucede eso?, le pregunté. Pero su respuesta fue negativa, y de inmediato me reclamó la respuesta. “Es un poco complicado”, le dije, “tiene que ver con algo que se llama densidad”.
-¿Densidad?, murmuró él, y prefirió no insistir en una explicación tan compleja, entonces se rió y me propuso que fuéramos a su habitación para mostrarme los juegos que había comprado en Pepe Ganga.

Una vez en su cuarto, la entrevista fue más fluida, menos interrumpida por su desconcentración. Su habitación está repleta de juguetes. Tiene varios recipientes llenos de todo tipo de ellos. En una esquina hay un canasto con pelotas de varios tamaños; contiguo a la cama hay un escritorio donde hace sus dibujos, e inmediatamente después de la puerta hay una caja plástica donde están los carritos de juguete.
-¿Por qué tienes tantos carritos?, averigüé.
-“Me gusta coleccionar todos los carros que quiero, para saber cuál de ellos es el más veloz”, me dijo, y puso a competir dos de ellos, que terminaron estrellándose en la pared, bajo el escritorio.

Yo la estaba pasando bien con Andrés; pero me di cuenta de que la entrevista se estaba dejando llevar sola, y entonces decidí hacerle algunas de las preguntas que preparé antes de llegar a su apartamento, ubicado en Santa Mónica. Ahí fue que le pregunté por el tiempo, por ejemplo. Otra de las cosas que me interesaban era que me relatara su rutina, que me contara qué hace un niño de tres años durante el día. Pero, aunque aparentemente es una pregunta sencilla, fue la más difícil de responder.
-Cuando se despierta el día, bajo a jugar a la manga y después me voy a dormir
- “No, no, pero vamos despacio y en orden”, le pido. “¿O es que acaso no te bañas antes de jugar, y no vas a la guardería después?”. Cuando le pregunto eso, él llena la habitación con carcajadas y responde afirmativamente a todo lo que le voy diciendo; pero eso es peligroso, porque su respuesta se va formando exactamente de acuerdo a lo que yo pregunto, es decir, soy yo el que va creando la respuesta, y él, que está en plan de aprobarlo todo, lo único que hace es asentir con la cabeza mientras ríe. Con un lapicero le propongo que hagamos el dibujo con la secuencia de lo que hace en el día, pero al tercer paso se vuelve a distraer. Entonces recurro a la grabadora, y ahí sí organiza sus pensamientos.
-“Andrés, coge la grabadora como si fueras un cantante, y cuéntale a ella qué haces durante el día”. Le confío el aparato, él lo agarra como si se tratara de un micrófono, y empieza a hablar.
-“Yo, cuando estaba de día -responde-, me fui a jugar, luego vi películas; luego, cuando era de noche, me bañé, tomé malteada, y…, y me puse la pijama !y me fui a dormir! Ahora escuchemos” Y me entrega la grabadora para que reproduzca lo que acabó de decir. Yo cumplo sus deseos, mientras escojo una de las últimas preguntas que le haré.

Me inquietaba saber cuál es la imagen que tiene Andrés de la idea de dios. Los niños, que apenas están descubriendo el mundo, tienen una visión muy simple de las cosas, y da nostalgia escuchar las respuestas que dan ante esas preguntas que, siendo adultos, se hacen problemáticas y complejas. Además, esa visión inocente revela la esencia de la idea que, muchas veces, permanecerá intacta por el resto de la vida. Entonces le pregunté a Andrés quién era Dios.
-Dios es el que pide las cosas, y ve todo lo que sucede en nuestro planeta. Está arriba, en el cielo, con el sol y las nubes.
-¿Tú has hablado con él?
-Sí, a veces hablo con él, y me dice que yo quiero cosas nuevas: cosas que yo no tengo. Hablamos de cosas nuevas.
Se refiere, está claro, a juguetes y objetos que desea. Con sólo tres años, Andrés tiene una visión utilitarista de dios. Y no lo trata de ocultar: es un niño y no le interesa mentir sobre ese asunto. Puede que ese desenfado para manejar el tema desaparezca en unos años; puede que la transparencia se pierda, pero bueno, todavía dice exactamente lo que piensa.

Para el momento en que le pregunté sobre dios, ya llevaba más de una hora en su apartamento. Eran las ocho de la noche: la hora en que él se duerme. Por eso concluí la entrevista, que fue más una conversación casual (con un niño difícilmente podría ser de otra manera), y me despedí.
Antes de cruzar la puerta, Ximena me mostró unos dibujos que Andrés había hecho hace poco.

-¿Y qué dibujaste aquí?, le pregunté mirando abajo para encontrar su mirada. Y él, que con una mano agarraba el jean de su madre y que tenía la otra metida en la boca, me respondió que eso que había dibujado allí eran los números terrestres.

Yo, en realidad, no veía ningún número. Sólo encontraba formas de animales; tal vez un oso, tal vez un perro, pero no hallaba la forma de ningún número. Entonces le pregunté: ¿Bueno, y qué son los números terrestres? (Término que nunca había escuchado)

-Los números terrestres –me explicó- son los números que andan sueltos sin correa. También están encerrados en una jaula y no los dejan salir por desordenados.
Yo traté de responder algo, pero no supe qué. Los niños tienen una maravillosa –aunque involuntaria- habilidad para la poesía, y Andrés me lo estaba confirmando con una imagen que me gustaría haber creado.

Dejé a los números terrestres en la mesa. Le di la mano a Andrés, que me la extendió distraído (ya se había ido a jugar en su cuarto), luego le agradecí a Ximena y a Javier, y salí del apartamento. Mientras bajaba por las escaleras del edificio, entendí mejor por qué Nietzsche utiliza la metáfora del niño para referirse al hombre que juega y crea todo el tiempo. Eso es lo que hace Andrés, así no se dé cuenta. Pensé también en cómo redactar todo lo que había grabado y apuntado durante esa noche, y, sin darme cuenta, llegué a este punto final.

jueves, 13 de noviembre de 2008

Audacias Telefónicas

Hace un par de meses, Laura Marín me propuso que escribiera una llamada; pero no cualquiera: se trataba de escribir una llamada que siempre esperé recibir pero que nunca llegó. No fue fácil, pensé varios días, intenté muchas veces pero no me salía nada. Sin embargo, en uno de mis escasos momentos de inspiración, se me reveló esa llamada inexistente por la que me preguntaba Laura. La redacté de un tirón y se la envié de inmediato. Ella la subió a su blog (que es muy bueno), y ahora yo la subo a este. Aquí está.
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-¿Jorge?
-(Contesto medio dormido) ¿Qué pasó? ¿Qué hora es?
-¿Ya te avisaron?
-¿Qué cosa?
-Lo de tu novia.
-Aghh. ¿Ahora qué hizo?
-No, pues… vos sabés.
-¿Otra vez? ¿Con quién?
-Ni idea. Yo los vi pasar muy rápido.
-Mmm, ya veo. ¿Qué hora me dijiste que era?
-Esperá yo miro… las 2:30.
-¿Con quién habrá sido? Ella estuvo acá hasta la 1:00.
-No, en serio no vi con quién. Fue más o menos a la 1:15.
-Ah listo hermano, mil gracias por avisar de nuevo.
-¿No está cansado?
-Sí, ya estaba durmiendo.
-Me refiero a esta situación.
-Ahh, no sé, todavía no he pensado mucho: estoy cansado.
-¿Te está sonando la otra línea?
-Sí, debe ser ella. Voy a contestar. Hablamos mañana, Luis. Mil gracias.
-No hay nada qué agradecer, hermano, lo hago como amigo. Pero no le vayás a decir que te avisé yo.
-No, tranquilo.
-Chao pues.
-Chao.

(Cambio de línea)

-Yo: Aló
-Ella: Hola, amor.
-Hola, linda. ¿Qué haces?
-Nada, ya me voy a dormir.
-¿Y ahora qué hiciste?
-¿Cuándo?
-Cuando te fuiste
-¿Ah? Nada. ¿Por qué la pregunta?
-Porque acabé de hablar con Luis y me dijo que estaba contigo.
-¿Queeé? ¿Cuándo hablaste con él?
-Acabamos de colgar
-Ahh, pero pues… no e-s-t-a-b-a con él. Solamente nos encontramos unos minutos mientras yo venía a casa. O sea, yo paré a comer y él estaba ahí, hablamos un momentito y ya… llegué.
-¿'Llegué' es que él te llevó a la casa?
-No me digas que eso te da rabia. Le quedaba de pasada y me hizo el favor.
-Pues cómo me va a dar rabia con Luis… qué bueno que te haya hecho el favor.
-Sí…
-Estoy tan cansado… estaba profundo.
-¿Y entonces por qué llamaste a Luis?
-¿Yo dije que lo llamé?
-Supongo, ¿o él te llamó?
-No, no, no... yo lo llamé, sólo que no recordaba habértelo dicho. Lo llamé porque soñé que tuvo un accidente feo, y fue tan real, tan próximo, y tu sabes cómo soy yo con eso. Entonces lo llamé para ver cómo estaba, y me contó que se había encontrado contigo.
-Ahh bueno, amor. Ya me voy a dormir, ¿está bien?
-¿Ya te lavaste la cara?
-Sí, bonito.
-¿Cuándo?
-Apenas llegué.
-Ok. Qué duermas bien.
-Tú también. Te amo.
-Yo también. Chao.
-Chao.

(Cuelgo. Tardo poco en dormirme de nuevo)

miércoles, 12 de noviembre de 2008

Under The Red Lights

"No saldrá nadie", pensó él, mientras repetía la presión sobre el desgastado timbre del convento. Era la tercera vez que tocaba y ninguna luz en el edificio había interrumpido la noche. Como tampoco obtuvo respuesta, respiró profundo, se giró hacia ella, y la besó por primera vez.

Unas cuadras más abajo la besó de nuevo, y las ventanas del convento -que todavía no se superaba-, siguieron el espectáculo con su indolencia oscura. Ver que otro hombre terminaba en ella era un lugar común, una tragedia fácil de obviar. Alarmarse cada vez que sucediera se habría tornado rápidamente en una manifestación agotadora, y sobre todo inútil: el que caía, caía completo.

En el parque, que está ubicado a unos cien metros del convento, ya todos toleraban verla llegar con otro nuevo tipo. Con el tiempo fueron disolviéndose las estelas de murmullos que se agitaban cuando pasaba con sus primeros y remotos acompañantes. Incluso los círculos de mujeres ya ni se indignaban por la versatilidad de su congénere, y eso dice mucho. Sobre ella se inflaba una aceptación considerable, que había alcanzado –hay que reconocerlo- después de mucho estoicismo, muchos insultos y muchos más hombres.

Tal vez fue por eso que él no percibió las tímidas miradas solidarias que lo estrellaron mientras caminaba con ella por el parque. No estaba ni levemente enterado de lo que todos sabían. La había conocido en la universidad, y no tenía alguna fuente que pudiera advertirlo sobre los peligrosos rieles que lo atraían. Él se conformó con escuchar su autobiografía –sesgada-, y se distrajo profundizando en aspectos que eran más de forma que de fondo. Las conversaciones que lo atraparon orbitaban alrededor de la literatura, del teatro, de música, de arte, de gastronomía, entre otros gustos que los dos compartían y que ella sabía tratar con un placer contagioso; pero en ningún momento se abordaron temas que pudieran haberle hecho sospechar de su naturaleza nómada. Se enamoró del color de un objeto que había pasado por alto identificar.

Tampoco conoció a nadie que le advirtiera lo riesgoso que era enamorarse de ella. Y él, desprevenido, se dejó llevar. A las pocas semanas del primer beso le preguntó si quería formalizar la relación, si quería ser su novia, y ella, con una emoción inédita, le dijo que sí.

Pero si uno se pone a volar con patos en temporada de caza, lo más seguro es que lo van a bajar.
A la semana de noviazgo lo llamaron a decirle que en ese preciso momento la estaban viendo en el parque besándose con otro. Al día siguiente ella le explicó que la borrachera no la dejó darse cuenta de lo que hacía, que el alcohol la dejó inconsciente, que la perdonara. Él, por supuesto no le creyó un carajo, pero también, por supuesto, la perdonó.

Siguió con ella, y ella quién sabe con cuántos, aunque a pesar de su repertorio ella nunca dejó de decirle que le encantaban sus besos, que lo quería mucho, que le gustaba pasar el tiempo con él. Y ella que decía y el que se le rendía más.

Hasta que volvieron a avisarle que estaba con otro, que la habían visto cogida de la mano de un nuevo hombre. Y él, como si le hubieran chasqueado dos dedos gigantes frente a los ojos, despertó de la estupidez y decidió dejarlo todo así. Se demoró bastante para atrapar el mensaje arrastrado por el murmullo general. La que fue su novia no puede ser de uno sólo. Nada personal.

Entendió que para ella es necesario agarrar todas las manos que le extienden: tantas hormonas marean a la que sea, y ellos le dan un poco de equilibrio. Él quiso perpetuarse en esa tarea vestibular, pero ella aborrece la monotonía y tiene que cambiar, que mutarse, que variar, para no traicionar su presente y su naturaleza. Los hombres, sin duda, pueden estropear su vertiginosa carrera si se enamoran y la quieren monopolizar; pero ella, con experiencia, ha aprendido a manejarlo.

Cuando siente que en su pareja ya el amor es incipiente, se le enrojece la mirada, y aplica sigilosamente sus tácticas elusivas. En pocos días –y eficazmente- ya se ha desamarrado de la mano enamorada y entonces aprovecha su libertad para convocar y dejarse cortejar por las que seguían en la lista.

Sin embargo, ella no es anárquica, como podría parecer. No es que ella se desenvuelva feliz sin depender de ninguno. Ella depende. Sin darse cuenta su vida es tan monótona como muchas: nunca para de cambiar, siempre la está agarrando alguno. Sólo se alteran las formas de la carne.
Pero él, después de que se le pasó el dolor y la rabia, no quiere acusar su incoherencia. No quiere aparecer como el ex novio sentido y grosero. Prefiere optar por un silencio elegante. Aunque la tinta es cómplice y reveladora de su rencor.

Ha escrito decenas de versos malos, aunque furibundos. Le ha dicho, en el papel reciclado, que todos los hombres la merecen; que no desaproveche su hervor adolescente, y que se lo siga dejando aprovechar. Ha esbozado numerosos poemas que elogian con ironía su solidaridad sentimental; incluso llegó a pensar –se arrepintió rápidamente- que ella era el ejemplo de la rifa fácil. Tampoco es para tanto, dijo, y se avergonzó de sentir rabia por ella. Se propuso sumergir su ira en el olvido.

Aunque todavía, cuando camina por el convento, maldice entre dientes a esas monjas que no se dignaron a abrir la puerta. Si lo hubieran hecho, habrían evitado el beso, la posterior infidelidad, su sufrimiento y tanto desgaste de papel. Pero lamentarse por las causas de un suceso sería –literalmente- una empresa inacabable; entonces pasa por el convento y no tiene inconvenientes en responderle el saludo a una monja milenaria que está tocando el timbre para ingresar a su recinto. Qué más da.

miércoles, 5 de noviembre de 2008

Por la ventana 23 de un Bolivariano


Itinerario: Medellín-Bogotá. Viernes 31 de Octubre de 2008. 8:30 am - 11:00 p.m

He visto una monja descalza caminando en un río de pavimento derretido.
He visto un niño disfrazado de niña y una niña llorando maquillaje morado.
He visto camiones volteados, conductores muertos, policías ríendo.
He visto soldados prendiendo la leña del almuerzo.
He visto vestigios de una guerra, obuses apuntando a ninguna parte.
He visto trucheras secas, caballos buscando sombra.
He visto vacas negras, blancas, negras y blancas.
He visto árboles arqueados como orgasmos.
He visto negros conduciendo hacia el amor.
He visto una casa de dos pisos, pero sin segundo piso.
He visto una española embarazada.
Creo haber visto un mecánico durmiendo dentro de una llanta.
He visto una obesa comiendo McDonald's en un restaurante de carretera donde solo venden chorizos.
He visto un poema que viola el límite de velocidad.
He visto aves picoteando terneros.
Veo un pulpo ladrándole al calor.
He visto las ruinas de hoteles secretos.
Veo una mala película.
He visto el souvenir de un rayo.
He visto al sol inundado.
He visto un polígrafo haciendo poesía.
Veo un hipopótamo volando sobre un elefante de vapor.
Pensé un topógrafo antes de verlo. Ahora lo he visto.
He visto un tronco que se arrepintió de haber crecido.
He visto 43 árboles de pintura.
He visto un parqueadero de excavadoras oxidadas.


He visto un castillo camuflado.
He visto una anciana barriendo en pijama y espantando gatos.
Veo la envergadura de un gallo de pelea amenazando la espalda de otro anciano.
He visto un carro conduciéndose solo: tenía la sangre de un bebé en el retrovisor.
He visto un Barney verde.
Veo y veo una interminable fila de metales expectantes.

Ningún vehículo se mueve. Las carreteras de Colombia padecen de un infarto eterno. Hemos quedado atascados junto a una pequeña tienda en la mitad de la nada. Allí termino de escribir esto.

Inverosimilmente, el pasajero que viajaba a mi lado está leyendo un libro de cuentos de Cortázar. Me pregunto si estará leyendo "Autopista del Sur". Si es así deberíamos quemarlo para que finalice el encanto. Pero no me atrevo a preguntarle y decido ponerme a leer hasta que esto se mueva de nuevo.

Entonces decido ver el punto final

.

Y lo veo

Terapia Alternativa

Esto haré
1. Sacarme la columna lentamente, como se sacan las lombrices de la tierra mojada.
2. Agarrarla de los dos extremos y estudiarla veinte segundos.
3. Entonces oler cada vertebra y saborear la que no se vea bien.
4. Frotarla con un cepillo para lustrar zapatos hasta que desparezcan manchas y coágulos rojos.
5. Prestársela un rato al perro del vecino mientras me arrastro hasta el supermercado.
6. Comprar varios kilos de algodón y un cubo de caldo de gallina.
7. Al regreso, cocinarla a fuego alto y en una olla a presión.
8. Sacarla cuando esté blanda y el caldo haya adquirido el típico color verde-sopa.
9. Envolverla en el algodón y secarla al sol por tres horas en un bosque de eucalipto y ríos vírgenes.
10. Cuando el proceso haya terminado, me dislocaré la mandíbula igual que una boa, y voy a tragarme vertebra por vertebra como si se tratara de una espada recién afilada.

Después de lo anterior -y si todo queda en el lugar correcto-, de pronto me deja de doler la espalda.

Ya era hora

No había vuelto a escribir acá. Casi tres meses sin subir una sola palabra; pero bueno, ahora que la Universidad está en paro tengo tiempo de sobra para leer, escribir y subir algunos textos a este blog. Ojalá no haya perdido calidad después de este largo receso.
Welcome back!