viernes, 4 de julio de 2008

Un Desconocido Hidalgo


Las rodillas de Rocinante flaquearon cuando el peso de su jinete aumentó por la pavura y el desencanto.

Don Quijote se había preparado durante meses para ese encuentro; compró costosas horas de sueño para organizar cada palabra que diría, cada gesto. Sin embargo, sus ensoñaciones nunca se estropearon por una sorpresa como la de entonces.

Hasta ese momento, el caballero anduvo impaciente y con los nervios felices. Apenas llegó al pueblo preguntó dónde podría encontrarla, y mientras se dirigía allí terminó de concretar los últimos detalles. Antes de girar en la esquina indicada aprovechó el cansancio evaporado de su caballo para brillar la punta de la lanza y hacer relucir su yelmo; se desenmarañó la barba, peinó el bigote y le pidió a su columna unos minutos para erguirse elegante.

Pero entendió que todas esas fueron delicadezas vanas cuando la tuvo al frente.

Ahí fue que las rodillas titubearon, que el baciyelmo cayó sobre los guijarros, y la lanza sin mano agitó la bruma nocturna antes de quedar apoyada en la pared como una escoba.

Entonces, aturdido por el estupor, Don Quijote se apeó trémulo, despreciando con indiferencia la ayuda de su escudero; tomó todas las monedas que llevaba y se las entregó silencioso, resignado, a la robusta y sorprendida mano de su amor. Hecho esto, se dio media vuelta y recogió el camino que lo había llevado hasta esa oscura y vetada calle del Toboso.

Arrastrando a Rocinante, con la frente en alto y los ojos bien abiertos –para evitar que se le descauzara el dolor- se fue diluyendo en las sombras de esa desafortunada noche en que conoció a Dulcinea, la del burdel.

Alonso Quijano cambió su armadura por comida en el camino hacia La Mancha. A nadie, en toda la historia, le interesó escribir sobre él.


(Relato publicado en Generación, suplemento cultural de El Colombiano. 20 julio, 2008)

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