Don Quijote se había preparado durante meses para ese encuentro; compró costosas horas de sueño para organizar cada palabra que diría, cada gesto. Sin embargo, sus ensoñaciones nunca se estropearon por una sorpresa como la de entonces.
Pero entendió que todas esas fueron delicadezas vanas cuando la tuvo al frente.
Ahí fue que las rodillas titubearon, que el baciyelmo cayó sobre los guijarros, y la lanza sin mano agitó la bruma nocturna antes de quedar apoyada en la pared como una escoba.
Entonces, aturdido por el estupor, Don Quijote se apeó trémulo, despreciando con indiferencia la ayuda de su escudero; tomó todas las monedas que llevaba y se las entregó silencioso, resignado, a la robusta y sorprendida mano de su amor. Hecho esto, se dio media vuelta y recogió el camino que lo había llevado hasta esa oscura y vetada calle del Toboso.
Arrastrando a Rocinante, con la frente en alto y los ojos bien abiertos –para evitar que se le descauzara el dolor- se fue diluyendo en las sombras de esa desafortunada noche en que conoció a Dulcinea, la del burdel.
Alonso Quijano cambió su armadura por comida en el camino hacia La Mancha. A nadie, en toda la historia, le interesó escribir sobre él.
(Relato publicado en Generación, suplemento cultural de El Colombiano. 20 julio, 2008)
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