En fin, durante una de las noches que taparon la semana pasada atrapé un pensamiento que tenía cuando ni siquiera había hecho la primera comunión. Pensándolo bien no era tanto un pensamiento como un tímido reproche. Les cuento:
Siempre me gustó el libro del Apocalipsis. Esos cielos sangrados, trompetas kilométricas, furia divina, y pánico másivo eran elementos de escenas que me divertían las horas de lectura bíblica. Pero había algo del Apocalipsis que me inquietaba: no se sabía cuándo iba a ocurrir. "¿Qué espera Dios para el Juicio Final?" -me preguntaba- "¿Será que nos tocará a nosotros?". Lo más seguro -pensaba- era que no nos tocara: si no le había tocado a mi abuelo muerto por qué habría de sucederme a mí. Pero el problema no era tanto el cuándo sucedería, lo que me picaba en el cerebro era otra cosa.
Yo daba por supuesto que justo después de la muerte habría de dirigirme al cielo para reclamar mi vida eterna. Allá arriba me reuniría con todos los muertos acumulados hasta el momento, y a su vez, los que morirían después de mí se encontrarían conmigo. Y esa inmensa colección de muertos se sucedería interminablemente hasta el día del Juicio Final: hasta el día de trompetas y caballos descomunales. Yo no entendía cómo Dios podría hacer eso: poner a esperar a todo el mundo en el cielo hasta que le diera por acabar con lo de allá abajo, y mientras tanto se iría llenando el firmamento como un metro en hora pico.
Esa fue una de mis primeras inquietudes sobre el proceder divino. Y, aunque no parezca tan importante, fue una de las minas originales que se enterraron en mi "dimensión religiosa". Ya esa dimensión está humeando entre las ruinas. La metafísica pueril no es tan inocente.
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