miércoles, 12 de noviembre de 2008

Under The Red Lights

"No saldrá nadie", pensó él, mientras repetía la presión sobre el desgastado timbre del convento. Era la tercera vez que tocaba y ninguna luz en el edificio había interrumpido la noche. Como tampoco obtuvo respuesta, respiró profundo, se giró hacia ella, y la besó por primera vez.

Unas cuadras más abajo la besó de nuevo, y las ventanas del convento -que todavía no se superaba-, siguieron el espectáculo con su indolencia oscura. Ver que otro hombre terminaba en ella era un lugar común, una tragedia fácil de obviar. Alarmarse cada vez que sucediera se habría tornado rápidamente en una manifestación agotadora, y sobre todo inútil: el que caía, caía completo.

En el parque, que está ubicado a unos cien metros del convento, ya todos toleraban verla llegar con otro nuevo tipo. Con el tiempo fueron disolviéndose las estelas de murmullos que se agitaban cuando pasaba con sus primeros y remotos acompañantes. Incluso los círculos de mujeres ya ni se indignaban por la versatilidad de su congénere, y eso dice mucho. Sobre ella se inflaba una aceptación considerable, que había alcanzado –hay que reconocerlo- después de mucho estoicismo, muchos insultos y muchos más hombres.

Tal vez fue por eso que él no percibió las tímidas miradas solidarias que lo estrellaron mientras caminaba con ella por el parque. No estaba ni levemente enterado de lo que todos sabían. La había conocido en la universidad, y no tenía alguna fuente que pudiera advertirlo sobre los peligrosos rieles que lo atraían. Él se conformó con escuchar su autobiografía –sesgada-, y se distrajo profundizando en aspectos que eran más de forma que de fondo. Las conversaciones que lo atraparon orbitaban alrededor de la literatura, del teatro, de música, de arte, de gastronomía, entre otros gustos que los dos compartían y que ella sabía tratar con un placer contagioso; pero en ningún momento se abordaron temas que pudieran haberle hecho sospechar de su naturaleza nómada. Se enamoró del color de un objeto que había pasado por alto identificar.

Tampoco conoció a nadie que le advirtiera lo riesgoso que era enamorarse de ella. Y él, desprevenido, se dejó llevar. A las pocas semanas del primer beso le preguntó si quería formalizar la relación, si quería ser su novia, y ella, con una emoción inédita, le dijo que sí.

Pero si uno se pone a volar con patos en temporada de caza, lo más seguro es que lo van a bajar.
A la semana de noviazgo lo llamaron a decirle que en ese preciso momento la estaban viendo en el parque besándose con otro. Al día siguiente ella le explicó que la borrachera no la dejó darse cuenta de lo que hacía, que el alcohol la dejó inconsciente, que la perdonara. Él, por supuesto no le creyó un carajo, pero también, por supuesto, la perdonó.

Siguió con ella, y ella quién sabe con cuántos, aunque a pesar de su repertorio ella nunca dejó de decirle que le encantaban sus besos, que lo quería mucho, que le gustaba pasar el tiempo con él. Y ella que decía y el que se le rendía más.

Hasta que volvieron a avisarle que estaba con otro, que la habían visto cogida de la mano de un nuevo hombre. Y él, como si le hubieran chasqueado dos dedos gigantes frente a los ojos, despertó de la estupidez y decidió dejarlo todo así. Se demoró bastante para atrapar el mensaje arrastrado por el murmullo general. La que fue su novia no puede ser de uno sólo. Nada personal.

Entendió que para ella es necesario agarrar todas las manos que le extienden: tantas hormonas marean a la que sea, y ellos le dan un poco de equilibrio. Él quiso perpetuarse en esa tarea vestibular, pero ella aborrece la monotonía y tiene que cambiar, que mutarse, que variar, para no traicionar su presente y su naturaleza. Los hombres, sin duda, pueden estropear su vertiginosa carrera si se enamoran y la quieren monopolizar; pero ella, con experiencia, ha aprendido a manejarlo.

Cuando siente que en su pareja ya el amor es incipiente, se le enrojece la mirada, y aplica sigilosamente sus tácticas elusivas. En pocos días –y eficazmente- ya se ha desamarrado de la mano enamorada y entonces aprovecha su libertad para convocar y dejarse cortejar por las que seguían en la lista.

Sin embargo, ella no es anárquica, como podría parecer. No es que ella se desenvuelva feliz sin depender de ninguno. Ella depende. Sin darse cuenta su vida es tan monótona como muchas: nunca para de cambiar, siempre la está agarrando alguno. Sólo se alteran las formas de la carne.
Pero él, después de que se le pasó el dolor y la rabia, no quiere acusar su incoherencia. No quiere aparecer como el ex novio sentido y grosero. Prefiere optar por un silencio elegante. Aunque la tinta es cómplice y reveladora de su rencor.

Ha escrito decenas de versos malos, aunque furibundos. Le ha dicho, en el papel reciclado, que todos los hombres la merecen; que no desaproveche su hervor adolescente, y que se lo siga dejando aprovechar. Ha esbozado numerosos poemas que elogian con ironía su solidaridad sentimental; incluso llegó a pensar –se arrepintió rápidamente- que ella era el ejemplo de la rifa fácil. Tampoco es para tanto, dijo, y se avergonzó de sentir rabia por ella. Se propuso sumergir su ira en el olvido.

Aunque todavía, cuando camina por el convento, maldice entre dientes a esas monjas que no se dignaron a abrir la puerta. Si lo hubieran hecho, habrían evitado el beso, la posterior infidelidad, su sufrimiento y tanto desgaste de papel. Pero lamentarse por las causas de un suceso sería –literalmente- una empresa inacabable; entonces pasa por el convento y no tiene inconvenientes en responderle el saludo a una monja milenaria que está tocando el timbre para ingresar a su recinto. Qué más da.

1 comentario:

Anónimo dijo...

se me hace conocida esa historia