viernes, 15 de agosto de 2008

Camino Practicado

El siguiente es el primer cuento que escribí. Fue a principios del 2007 y no ha sufrido mayores cambios desde entonces. Ahora que lo releo le encuentro menos virtudes que las que creí que tenía cuando lo creé, pero igual lo subo como evidencia de mi primer paso literario.
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Ya sufres con el choque de los primeros goterones, lentos y espesos, contra las tejas dormidas; giras por toda la cama buscando un lugar que tu cuerpo no haya calentado, y si lo encuentras lo dejas de nuevo porque no lo tardas en calentar. Yo también estoy incómodo, mijita; nos hace falta tu madre, y esta casa es tan grande para nosotros dos solos, solitos los dos. Por eso nos vamos, mi niña, y te estoy esperando. Sé que no tendré que llamarte.

Otra vez estoy despierta a esta hora. No es mi culpa, yo siempre intento seguir soñando, y me aferro a esa realidad consoladora como una garrapata hambrienta, pero lo único que logro es rasgarla y olvidarla en jirones inconclusos para reemplazar su imagen por la del techo de mi cuarto, o por la de mi madre… por la tuya, madre. Me haces falta, Mami. Me quedé sola en esta casa tan grande. Yo sé que está él, sin embargo, no es el mismo. Estoy muy sola, y tengo miedo. Algunas noches siento que sube a verme y que camuflado en la oscuridad, junto a la puerta, me observa durante minutos eternos en los que me quedo quieta, quietísima, escuchando mi corazón intranquilo con el oído puesto en el colchón; después de un rato, baja despacio y me calmo con el quejido de cada escalón que lo aleja, aunque mis músculos quedan tensos, casi encalambrados, hasta que me baño por la mañana. Está loco, madre, no ha podido asimilar tu muerte.


Posiblemente subió ahora, antes de que me despertara, y se fue sin que me diera cuenta por el ruido de la tormenta; lo sospecho porque huele a su sudor. Quién sabe. ¿Qué hago? ¿Qué puedo hacer? Ya ni siquiera soy capaz de ir al baño o a la cocina por las noches. Me aguanto lo que sea con tal de no despertarlo, o mejor dicho, de no encontrármelo. Es que ya no duerme. Desde hace pocas noches el olor de su insomnio, un hedor de animal enfermo, de agua de basurero, apesta toda la casa, y por la mañana, cuando bajo al segundo piso, está en la mecedora del balcón con los ojos perdidos en los parches limpios de las paredes donde antes colgaban tus fotografías. Las quité por su bien, sin embargo, aún sigue moviendo los labios, como rezando, frente a la manchada pintura blanca; a veces sonríe enamorado; otras, le salen lágrimas profundas que se enredan en el descuido de su barba y no vuelven a salir. Me duele verlo así, pero es más fuerte el miedo que la compasión. En la mañana de ayer se quedó mirándome las piernas cuando fui a darle los buenos días, y mientras las veía ensimismado dijo tu nombre. Casi me caigo, Mami, fue como si sus palabras me hubieran taladrado las rodillas. Sigo ignorando cómo pude ir hasta el baño, y sólo recuerdo que me encerré y lloré asustada hasta que me dolía hacerlo; al salir lo hallé acostado en el piso, desnudo, dormido. ¡Me quiero ir! Quiero irme de aquí. ¡Que nadie me reclame porque soy débil!, ni siquiera tú, Mami; si hablan es porque no les ha coqueteado la locura… Ojalá pudiera dormir toda mi vida. ¡Maldito olor!

…Hija, te demoras, ¿será que te volviste a dormir? No, seguro que no, oigo el constante roce de tus sábanas, como si le estuvieran quitando la envoltura a un confite. No te puedo esperar mucho, hija, baja. Baja. Estoy mareado de tanto suspirar. Y no bajas.

¿Que no le tenga miedo? ¿Cómo no, madre? Me confunde contigo, sube a mi habitación por las noches para verme, delira todo el día, ¿y pretendes que no le tenga miedo? Sí, sí, que es mi padre y que nunca me haría daño, sería un buen argumento cuando era en realidad mi padre, no ese cuerpo abandonado que recorre las noches con sus esperanzas muertas, ese que te busca a ti y te encuentra en mí. Cómo no le voy a tener mie… ¿Para qué pienso estas cosas? Ya discuto con los recuerdos. Me tengo que ir. Y rápido. Voy a terminar igual. Empaco. Lo que sea. Bajo, busco la maleta y empaco. ¿Y si me oye? Nada, no importa; lo ignoro. Cojo la maleta y me encierro acá. Por la mañana cuando ya se haya dormido me voy. No sé; a donde sea. Me voy.

¿Ya? Sí, ya. Bajas despacio, confías en el silencio de estas viejas escaleras de madera, pero su naturaleza te traiciona con un crujido que interrumpe la monotonía de la lluvia sobre el tejado; entonces paras, esperas y me desesperas, pero espero. Llevas esa fina bata de dormir que te regalo tu madre y que se templa en el pecho por tus teticas puntiagudas, iguales a las de ella cuando le quité la virginidad. Me encantan. Sigues bajando y la luz de los rayos, intrusa entre las persianas, te dibuja por instantes esa desconfianza infundada, no te va a doler… ojalá le pudieras preguntar a ella. Lo hice realmente bien, aunque no quedé satisfecho. Bajaste, ya estás aquí, niña; y ¿es que me estás buscando que miras a todas partes?, tranquila.
­­­­­­­­­­­­­­­­­­­­­­­­­–Tranquila, mi amor ­–dijo él– aquí estoy.
Lo sintió detrás de ella, pero no se quiso mover, no se pudo mover. Parecía un maniquí en la mitad del pasillo oscuro. Se le olvidó por qué había bajado, y no pensó en volver a subir. Sus pies descalzos empañaron el frío piso de mármol, lo cubrieron con un charquito de humedad que por poco la hace resbalar cuando su padre la abrazó y le dio un demorado beso en la mejilla.
Yo tampoco puedo dormir bien –continuó él– estuve pensando que sería bueno irnos de acá, y decidí que salimos ahora. Precisamente ­–susurró mientras le acariciaba el cuello­–, te esperaba.
Suspiró profundamente, y mirándola perdido a sus ojos, siguió:
Se parece más a ti que a mí, ¿no te parece, mi amor? Nuestra hijita, mi hija, mi esposa. –la agarró fuerte de la cintura, y mientras un trueno hacía temblar los vidrios se inclinó para decirle a su oído– Esta vez no te vas a ir sola. Nos vamos. Nos tenemos que ir, juntos, los dos.
Ella se soltó con delicada fuerza e intentó decir algo, pero las palabras se derrumbaban antes de salir, por el temblor involuntario de su cuerpo. Se dejaba llevar por su padre igual que una hoja por el río. Él leyó su silencio, la cargó por sus caderas, y la llevó a la cama. “Como te cargué a ti, esposa linda, la cargó ahora a ella –pensaba– no te preocupes, tu sabes que te lo hice bien”
Acostada y con los ojos abiertos contrastando con la madrugada, esperó a que su papá organizara todo. – ¿Y mi maleta, papi? –pudo preguntar, aunque no había decidido hacerlo­
­–No son necesarias –respondió calmado, mientras le entregaba una pastilla–, vamos a construir algo nuevo. Aquí se queda todo. Tómate esto, hijita, ya me tomé la mía, el camino es largo y no es seguro bajarnos en la mitad por un mareo. Tómatela –repitió y le extendió un vaso con agua.
Por primera vez en varios meses, el lado en el que siempre se acostaba su madre estaba con las sábanas tibias y arrugadas. Después de tragarse la pepita, su padre se acostó junto a ella, le pasó el brazo por debajo del cuello y con los ojos cerrados dijo –Avísame cuando amanezca, amor mío, no vaya a ser que nos deje el bus.

–Ayer tampoco recogieron la leche –dijo extrañado– ¿estás seguro?
–Segurísimo –respondió el portero–. Ninguno de los dos ha salido.
– ¿Y entonces, ese olor? ­–insistió el otro–
– No se preocupe, así huele él.

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